Por Albeley Rodríguez
Todos somos terroristas fue una propuesta de la venezolana Argelia
Bravo, realizada durante el VI Encuentro de Arte Corporal (2011).
La artista convocó al público a hacerse partícipe de la acción llevada a cabo
en uno de los dioramas del Museo de Ciencias de Caracas. En esta propuesta el
público fue convidado a exponer sus posturas o inconformidades políticas a
través de la composición de una autoimagen relativamente distanciada de la
cotidiana, que evidenciara una afrenta «terrorista» ante aspectos distintos que
oscilaron desde la violencia institucional, pasando por varias expresiones
contra el patriarcado, la heteronormatividad, las farmacéuticas o la
patologización psiquiátrica, entre otras muchas. El retrato fotográfico fue
impreso y entregado a cada una de las personas convertidas en co-creadoras. Particularmente,
lo que más valoro de esta acción es que desató un ambiente que aglutinaba lo
lúdico y la creación con posicionamientos que devenían micropolíticos, teniendo
consecuencias en las redes sociales, entre distintos colectivos interesados en
lo planteado por cada acción-declaración y en la obra articulada posteriormente
por Bravo[1].
El público afloró su «terrorista» al salir del círculo demarcado por la
dominación y resaltar su más necesitado espacio de diversidad.
Yo, quien por mi trabajo de curadora de arte conocía a la artista y sus planes,
no quería faltar, y estuve allí temprano junto con mi pequeña ―que entonces
tenía 1 año y unos meses. Quería sacar a la luz mi propia terrorista porque,
desde que estaba embarazada y comencé a reflexionar e indagar sobre las
condiciones adecuadas de desarrollo de la nueva vida en mi vientre, tuve la
fortuna de conseguir otras madres investigadoras que se habían transformado en
activistas de la imperativa modificación de varios aspectos de la formación
humana (parto respetado, lactancia materna y prolongada, colecho y contacto
corporal vs. coches, sillas para arrullar y otros productos «sustitutos» de la
madre, crianza respetuosa, etc). En este contexto, comencé a comprender que el
acto de amamantar tenía varios aspectos temibles para el violento sistema
contemporáneo de control de los cuerpos y, por extensión, de la sociedad.
Entre los diversos encuentros a los que asistí, fue reveladora la intervención
de la Cooperativa Lactarte y sus conversatorios para desmontar los mitos
erigidos en contra de la lactancia materna y a favor de las fórmulas mal
llamadas «maternizadas»[2].
A través de esos
intercambios y otras indagaciones, reforcé cada vez con mayor intensidad la
idea de que el amamantamiento, además de la capacidad de alimentar e inmunizar
a mi bebé, era un acto simbólico que evidenciaba la importancia
de una práctica primordial de la soberanía alimentaria y de la
autodeterminación de nuestros cuerpos, desde que nacemos y desde que
participamos en la floración de una nueva vida.
El ama-mantamiento
desafía la imposición moderna que ha hecho de éste un
acto prohibido y anticuado, con la función ―nada ingenua― de favorecer las
expectativas del mercado de poder entregarnos por entero a la
ingesta de «no alimentos» que atentan pronto contra la salud y, lo
que es lo mismo, contra la cultura del contacto cálido, placentero e
imprescindible de madre y pequeñx. Un ejemplo visible para todxs es el
hecho de que en la actualidad, grandes senos sean expuestos y ampliamente
aceptados si se muestran en monumentales pancartas para la satisfacción de las
demandas patriarcales, pero son rechazados si se ofrecen en público para dar
ternura en estado lácteo, en ese caso hasta la denigración y la expulsión han
parecido válidas.
Pensé desde
entonces en que, cada vez que amamantaba, hacía una especie de
rebelde manifestación erótica contra la lógica del marketing
homogeneizante y enajenante, entendiendo las expresiones de
amor maternal como un acto profundamente político y subversivo.
Quizá pensar y
asumir el amamantamiento implique también meditar acerca de un uso del tiempo
que cuestiona las dinámicas de sobrexplotación del trabajo de la mujer y el
cercenamiento de la diversidad de maneras de vivir, operado por las formas
modernas de esclavitud, para aproximarse a posibilidades de trabajo de
características heterogéneas pero, sobre todo, donde el transcurrir del día se
vincule más al ritmo de la tierra y al tempo de los vínculos interpersonales, que
al de las exigencias de productividad empresarial.
Fue así, como aquel día ya impreciso en mi memoria del mes de septiembre de
2011 en el Museo de Ciencias, cuando la artista Argelia Bravo me ofreció los
elementos disponibles para sacar la terrorista que llevo dentro, no dudé en
colocarme una capucha, tomar un racimo de plátanos y disfrutar de la importante
compañía de mi pequeña tomando en sus manitos y en su boca, su mejor alimento
afectivo y efectivo, retomando el conocido programa iconográfico de la virgen
de la leche, pero despojado adrede de la dominante santidad cristiana.
La autodeterminación de nuestros cuerpos pasa por empoderarnos de una
comprensión propia y ampliada de la maternidad, así como por liberarnos de los
dictámenes religiosos, médicos y jurídicos que ―desde el esquema
heteropatriarcal― vienen decidiendo por nosotras y nuestra descendencia,
mutilando posibilidades diversas y alternas de ser madre, de ser humanxs.
Creo que asumir los afectos más allá de los modelos industrializados,
plantarnos insumisas ante las dicotomías de género, así como abiertas al
descubrimiento de prácticas ancestrales que han sido ocultadas a conveniencia
del patrón hegemónico moderno-occidental-patriarcal-capitalista, son opciones
que, lejos de pretender instaurarse como en un nuevo canon de enjuiciamiento de
las diferencias, intentan develar campos de elección.
En este sentido, el grupo Polvo de Gallina Negra y artistas
como Mónica Mayer, Maris Bustamante (antes parte del grupo nombrado) o María
Llopis, entre varias más, han venido aportando potentes dispositivos de
subversión de los imaginarios sociales y las prácticas de la maternidad que
vulneran algunas de las muchas normatividades pendientes por ser reconfiguradas
o despachadas de nuestra existencia.
Es posible que conocer, discutir y difundir estas propuestas pueda significar
un paso inmenso hacia el destierro de una larga, dolorosa y absurda cadena de
opresiones y, más aún, la apertura de senderos con expectativas de relaciones
sociales menos mecanicistas y más plenas de experimentación
libertaria.
10 de mayo de 2014
Para ser publicado en el número de la
Revista Hysteria dedicado a las maternidades subversivas.
[1] En 2012 la artista presentó una exposición
individual en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas titulada Aula
7. Escuela de cuadros y pepas. En esta exhibición mostró una selección
de 18 de las numerosas fotografías resultantes de aquella convocatoria. En esa
ocasión decidió llamar la serie Galería de terroristas, teniendo una
conmovida respuesta de gran parte de los espectadores.
[2] Aquellas que la publicidad pretende vendernos
instalando la idea de que es posible imitar los componentes de lo que las
madres proporcionamos a nuestrxs hijxs al ofrecerles nuestro pecho.
Artista: Argelia Bravo. Obra: 'La Virgen de la Leche'. Pabellón de la República Bolivariana de Venezuela, Bienal de Arte 2015, Venecia.
En el pabellón venezolano de la 56 Bienal de Venecia se puede ver esta obra titulada "la Virgen de la Leche" de la artista Argelia Bravo, que expresa preocupaciones sobre problemáticas socioculturales y utiliza símbolos de la lucha política para rechazar las ideas que consideran el acto de amamantar como prohibido y anticuado, lo que favorece los intereses lucrativos de las multinacionales de alimentos.